Calamaro y Nebbia ayudan a Beto Satragni a revivir su proyecto pionero del rock candombero y funky.
Andés Calamaro siempre ha sido un tipo agradecido, dispuesto a dar una mano o rendir tributo a los múicos que lo inspiraron o ayudaron en sus comienzos. Cuando lo conocí, era una especie de niño prodigio de melena enrulada y mirada vivaz, contento porque había ingresado en un grupo llamado Raíces, donde haría su debut discográfico cuando aún era adolescente. La banda era la criatura de Beto Satragni, un bajista uruguayo que había comenzado en Argentina tocando rock € roll (con Moris y Tren Plateado, junto a Botafogo), que finalmente en 1977 se decidió a formar un grupo que fusionara candombe con funk, rock y jazz, una idea con pocos precedentes en Uruguay (fundamentalmente Mateo y Opa), y ninguno en Argentina. Editaron dos álbumes, B.O.V. Dombe (1978) y Los habitantes de la rutina (1980), con algunos cambios en su formación, y luego se disolvieron. Eran tiempos difíciles. Periódicamente, Beto volvió a resucitar el nombre Raíces, con distintos integrantes pero la misma idea musical. Treinta años después del debut discográfico, Satragni recibe la ayuda de Calamaro —y de Litto Nebbia, que puso a disposición su estudio y su sello— para grabar un álbum que combina nuevas versiones de los temas más conocidos del grupo, algunos nuevos (Andrés aportó dos, en coautoría con Jorge Larrosa), e incluso una evocativa canción, “Canecandombe”, aparecida originalmente en el álbum Moro-Satragni (1983), una joya olvidada que grabó junto al recordado baterista. Nebbia participa en un tema propio, que además de ser uno de los mejores de toda su historia y adaptarse con naturalidad a la reinvención en clave de candombe, tiene una letra cuyas implicancias se resignifican en esta reunión de viejos amigos: “Si algo ha cambiado, eso es nosotros/ el otro cambio, los que se fueron. ..”. Los que quedaron son una combinación de los músicos que grabaron aquellos dos primeros discos: el percusionista Jimmy Santos, los bateristas Juan “Negro” Tordó (La Mississippi) y Raúl Campana, y el guitarrista —esidente en Estados Unidos—Alberto Bengolea, además de Beto y Andrés.
El clima general del disco revive fielmente el espíritu de aquel Raíces. Hay gran musicalidad, pero en un clima relajado y sin exhibicionismo, con frescura y la casi palpable alegría de volver a hacer música juntos. Beto y Andrés se alternan en la primera voz, con la propulsante base rítmica y versátiles variantes que permiten la combinación de los tambores de Jimmy con el bajo de Satragni y la batería de Tordó.
Hay bellas canciones —vale la pena redescubrir esa joya “mateística” que es “Mi abuelo Jacinto”—, algunos instrumentales y, por supuesto, los temas más recordados del grupo, “Esto es candombe” (cantada por Andrés con inflexión aflamencada) y “Belmiro”, fielmente recreada por Beto. Entre los instrumentales, “Hay un funk en la oreja del Obelisco” permite el lucimiento de Calamaro en teclados, y “Flor de acero”, de Bengolea, presenta la sorpresa de un invitado de lujo, Randy Brecker en trompeta.
Quizá la mejor apreciación de Raíces la brinde el propio Salmón, en el texto que escribió para el álbum: “La formación de Raíces que se reúne después de tres décadas fue precursora del Candombe con Rock y con Funky (con mayúsculas), con las armonías ricas de los mejores líricos del Rock rioplatense. .. el Candombe fue puro, puro fue el Rock, y el Funky fue influencia, como lo fue el Jazz… y fue 30 años atrás, una cifra que nilos Beatles ni Gardel quisieron imaginar”.