El libro de Stephen Witt demuestra que no fue el intercambio de archivos lo que llevó a la industria de la música a estar de rodillas, sino una conspiración criminal organizada. Por Steven Poole, para The Guardian.
El humilde MP3 es uno de los inventos más trascendentales de la historia moderna. Al reducir los datos musicales a un 12vo del tamaño de un CD normal, permitió que las canciones sean distribuidas en el limitado ancho de banda de las conexiones de los ’90s y ’00s. Por lo tanto, hizo posible la cultura de la descarga gratuita de música comercial que puso a la industria musical mundial al borde del desastre.
Sin embargo, nunca habría sido inventado sin la garantía de una fuerte protección. Tomó una década de investigación financiada por el gobierno alemán para que los ingenieros descubrieran los principios “psicoacústicos” según los cuales la mayor parte de la información de la música grabada es, de hecho, inaudible para el oído humano y pueda desecharse. Y fueron esos mismos ingenieros quienes permitieron la revolución de la piratería al liberar online de forma gratuita el primer software de codificación MP3, para ripear un CDs en un equipo.
En la mayoría de estos desarrollos, los usuarios que iniciaron el intercambio de archivos MP3 en internet son presentados como gente común: estudiantes universitarios en Napster y luego casi todo el mundo en BitTorrent. Esto le da a la historia un aire democrático, con los amantes de la música levantándose contra las idioteces del mundo corporativo de la música. Pero, como Stephen Witt muestra en su libro profundamente informado y brillantemente escrito, no fue esta gente común la que estaba ripeando masivamente, sino que se trató de una conspiración criminal organizada.
A los defensores de la cultura download no les gusta el verbo robar. Afirman que la descarga de un archivo MP3 de un álbum comercial no priva a nadie de su copia, por lo que prefieren el término compartir, que suena positivamente virtuoso. (¿No es bueno compartir?) Sin embargo, no se puede realmente compartir lo que nunca fue tuyo. Como suele suceder, los MP3 que todo el mundo comenzó a compartir se volvieron disponibles por una red de personas que literalmente se robó los futuros lanzamientos de una planta de prensado de CDs.
Este libro está basado en extensas entrevistas con uno de esos ladronzuelos, un tipo emprendedor y excéntricamente simpático llamado Dell Glover, que trabajaba en una planta de fabricación de discos en Carolina del Norte. Con sus cómplices, Glover contrabandeó copias de álbumes nuevos y los subió a una web sobre música, software, videojuegos y películas. Otros usuarios de este website fueron armando una red que utilizaba comunicaciones cifradas y establecía contactos dentro de las fábricas y estaciones de radio, donde se podía localizar material en pre-lanzamiento. Fue una conspiración eficiente y premeditada: el grupo de Glover filtró unos 20.000 álbumes en una década. Como Witt describe con fascinante detalle, su célula terrorista eludió el FBI durante años.
Al mismo tiempo, la industria de la música sufría sus propias penas: la Comisión Federal de Comercio de EE.UU. comprobó que las grandes discográficas conspiraron durante años para mantener artificialmente altos los precios de los CDs. Uno de los inventores del MP3 se les acercó en 1997 para proponerles una nueva versión con protección contra copias, pero le contestaron, diplomáticamente, que la industria de la música no creía en la distribución electrónica. Finalmente, la Recording Industry Association of America (RIAA) comenzó a demandar a downloaders individuales en vez de perseguir a los reales ladrones. Ganaron muchos de estos reclamos, los que sádicamente calificaron como “educativos”.
Los partidarios de “compartir” aseguran que estaban golpeando a las corporaciones, pero en realidad estaban perjudicando a los artistas mainstream. Los directivos de estas empresas continuaron con sus ganancias. Otro personaje central de este libro es Doug Morris, quien llegó a ser jefe de Universal. Por 2007 las ventas de CDs habían caído a la mitad desde 2000, pero sin embargo reconoció que se seguía ganando unos 15 millones al año, descartando artistas y concentrándose en éxitos infalibles. Morris es presentado en el libro como un ejecutivo que tomó decisiones racionales en el contexto: terminó aceptando la propuesta de Steve Jobs para incorporar el catálogo de Universal en iTunes y obligó a YouTube y otros sitios web a pagar un porcentaje de la publicidad mostrada durante los videos musicales.
El autor confiesa que él también era un downloader compulsivo, y diagnostica correctamente su motivación como algo más que un profundo amor por toda la música: “jamás escuché la mayor parte de esta música descargada”, escribe. El atractivo era el de pertenecer a una “subcultura”, un “grupo de élite” con acceso a todo. Al final del libro señala que ahora tal acaparamiento digital no tiene sentido, ya que todo es accesible online. “Finalmente cedí”, escribe, y “compré una suscripción a Spotify”. Por supuesto, éste y otros servicios de streaming le pagan a los músicos lo mínimo indispensable para no ser demandados. Y así, los verdaderos perdedores de esta historia son el grupo más importante de personas: los artistas que crearon esa música que con tantas ganas queremos coleccionar.
La nota completa, en The Guardian
Foto: Mike McGregor